LA CIUDAD Y SUS FANTASMAS DE PIEDRA.
Javier Maderuelo, 21/07/2007
El debate sobre la función del arte público ha cobrado nueva fuerza en los últimos tiempos. Ante los atropellos y horrores estéticos que se multiplican en los centros urbanos, surgen iniciativas en países como Alemania (Münster) o Francia (Nantes, Toulouse), que este verano instalan al aire libre obras creadas para convivir con los ciudadanos. En España ha habido algunas iniciativas interesantes, pero la falta de un programa monumental bien diseñado convierte las urbes en caóticos batiburrillos.
En 1891, Émile Zola, como presidente de la Société des Gents de Lettres, encargó al prestigioso escultor Auguste Rodin la realización de un monumento dedicado al novelista Balzac, para ser ubicado en la galería de Orléans del Palais Royal de París. Cuando Rodin presentó en público, siete años después, un yeso en el Salón de 1898, la obra fue rechazada con las críticas más agrias que se puedan imaginar. Esta obra, de compleja y tenaz gestación, pretendía acercar el milenario y clásico arte de la escultura hasta los umbrales de la modernidad. Las críticas y el rechazo recibidos por este monumento supusieron el cierre simbólico del ciclo de la estatuaria pública, aunque la inercia haya seguido colocando en las calles y plazas efigies de políticos bronceados y petrificados, a pie o a caballo. Con el rechazo de esta obra se puso de manifiesto no sólo la crisis de la lógica del monumento urbano sino también la propia escultura como categoría artística, pasando la estatuaria casi a desaparecer a principios del siglo XX al ser arrollada por los innovadores aires de las vanguardias.
Algunos escasos trabajos son paradigmáticos de lo que debería ser una obra que dialoga con el espacio urbano. El monigote paticorto, el objeto absurdamente agigantado y el bodrio irreferencial son lo más recurrente
Los nuevos escultores vanguardistas abandonaron la masa y el volumen, la piedra y el bronce para flirtear con los temas, formas y pequeños tamaños de la pintura, experimentando con materiales novedosos y poniendo la mirada en el mercado privado del arte que se genera en torno a las galerías. Por su parte, la ciudad de la modernidad, inspirada en los principios higienistas y funcionales que se plasmarán en la Carta de Atenas (1933), rechaza la estatuaria y los efectos decorativos, abogando por una arquitectura desornamentada.
Cuando la insatisfacción existencial se apoderó de los ciudadanos apilados en los nuevos barrios periféricos que invaden los extrarradios de las urbes y cuando el centro histórico de las viejas ciudades ha sido usurpado por los automóviles y la publicidad, algunos ayuntamientos intentaron recurrir a los artistas para mejorar la imagen urbana, encargando fuentes, estatuas y elementos alegóricos. Pero para entonces, el tiempo que había transcurrido desde el rechazo de la obra de Rodin era ya muy largo y no había pasado en balde. Para entonces se había perdido el oficio de crear monumentos públicos y los artistas formados en la vanguardia no dominaban aquellas cualidades, como el tamaño, la escala, la ubicuidad y la buena presencia, que permitieron a las esculturas del pasado ser monumentales.
Por el contrario, la mayoría de las esculturas para espacios públicos surgidas después de la Segunda Guerra Mundial parecen lamentables y no terminan de satisfacer ni a los comitentes ni a los ciudadanos. Son fantasmas inexpresivos, carentes de significados y emotividad, de presencia visual y de materialidad física, de buena forma, que ocupan espacios inoportunos de manera inadecuada. Por eso los escultores más sensatos huyeron entonces de los encargos públicos ya que éstos aparecían, además, lastrados con el estigma del favoritismo político. Así las cosas, en los años setenta del pasado siglo, comienza a crearse un estado de concienciación sobre el problema del arte público. Artistas del pop art, como Claes Oldenburg, hacen con su obra burla expresa de lo monumental al agigantar elementos banales relacionados con la comida o el sexo; por su parte, Richard Serra comienza a realizar obras de grandes dimensiones para lugares específicos que dialogan con el entorno en el que se ubican; otros, como Daniel Buren, pretenden la gran escala urbana ocupando con su trabajo el espacio público; mientras tanto, hay artistas que intentan recuperar los significados a través de la conmemoración, como hace Maya Lin; también los hay que reclaman la funcionalidad para la escultura, descendiendo a diseñar bancos, marquesinas, escaleras, miradores y otros elementos urbanos y, como Siah Armajani, teorizan sobre lo público como valor democrático, y, por último, hay artistas que directamente toman la calle como marco de acciones efímeras, festivas o reivindicativas.
Desde los años setenta, miles de encargos públicos han permitido desarrollar un extenso arco de posibilidades, desde las obras creadas para resolver problemas específicos en lugares concretos de la ciudad hasta las que se pueden ubicar en cualquier lugar, ya que han sido creadas autónomamente, o aquellas que, carentes de forma o propósito, parecen desplomarse tanto literal como simbólicamente. Algunos escasos trabajos son paradigmáticos de lo que debería ser una obra que dialoga con el espacio urbano, lo sirve y lo mejora, ayudando a valorar sus posibilidades, tomemos como muestra Ma'alot, de Dany Karavan, que configura el espacio entre el Museo Ludwig, la catedral y el río Rin, en Colonia; o la plaza del Tenis, con El Peine de los Vientos, de Luis Peña Ganchegui y Eduardo Chillida, en San Sebastián, donde el plano horizontal de la plaza, con sus gradas y terrazas de pautado granito, se pliega al terreno dialogando con la roca descarnada y las gigantes olas del mar.
Pero obras como éstas son la excepción. El monigote paticorto, el objeto absurdamente agigantado, la figura kitsch y el bodrio irreferencial son los elementos más recurrentes. Para acumular experiencia y superar esta situación han surgido iniciativas como la exposición Skulptur Projekte in Münster, en 1977, que invita cada diez años a escultores de diferentes tendencias a reflexionar sobre el espacio público en la hermosa ciudad alemana de Münster, ubicando en ella una obra de cada uno de forma temporal, ahora en su cuarta convocatoria sigue siendo un referente mundial, de la misma manera que lo fue el programa de monumentalización de la periferia de Barcelona, impulsado por Oriol Bohigas, que permitió a diferentes artistas crear piezas de gran tamaño en lugares públicos mejorando así su imagen y resolviendo algunos problemas urbanos, como sucede con una obra ejemplar: la mediana de la avenida de Río de Janeiro, del escultor Roqué con los arquitectos Paloma Bardají y Carles Teixidó. Esta obra, de 306 metros de longitud, es un muro de entibación que hace de mediana en dicha avenida, ese muro, con sus rampas y escaleras, ha sido tratado con formas, volúmenes, materiales y texturas como si se tratara de una enorme escultura.
Otras ciudades, como Santo Tirso, en Portugal, realizan simposios internacionales de escultores, por medio de los cuales se dotan de obras de carácter permanente para sus parques, mientras que en Porto Alegre do Sul, Brasil, se reúne este verano un grupo de expertos para analizar la situación del arte público. A través de encuentros, reuniones, cursos y simposios se avanza en el conocimiento de este difícil tema. Así, algunas piezas, como los inmensos arcos de la avenida de la Ilustración de Madrid, obra de Andreu Alfaro, han sabido recuperar la escala monumental y convertirse en un hito visual en un barrio que carece de carácter, dotando al enclave, formado por grandes vías rápidas, de una seña de identidad. Otras, como la fuente apodada La pantera rosa, en Valencia, obra de Miquel Navarro, renueva la tradición de la conmemoración de los fontanones con los que se celebraban las traídas de agua a la ciudad. Pero, por lo general, la mayoría de las ciudades españolas carecen de un programa monumental, de unos criterios de estética urbana y, sobre todo, sus ediles demuestran la falta de sensibilidad artística y sentido común. Los despropósitos en España son de tal calibre que nos permitirían establecer una lista de las capitales de la ignominia, en la que Oviedo, Valladolid y Madrid coparían los primeros puestos.
La ciudadanía, que parece indiferente ante los continuados atropellos de los gestores municipales, se ha movilizado en diferentes ocasiones frente a la cacharrería municipal, recuérdense las manifestaciones callejeras, organizadas por el Club de Debates Urbanos, contra los chirimbolos y contra La violetera en Madrid, lo que ha conducido a solicitar, en diferentes momentos, una moratoria contra la escultura pública.
En 1891, Émile Zola, como presidente de la Société des Gents de Lettres, encargó al prestigioso escultor Auguste Rodin la realización de un monumento dedicado al novelista Balzac, para ser ubicado en la galería de Orléans del Palais Royal de París. Cuando Rodin presentó en público, siete años después, un yeso en el Salón de 1898, la obra fue rechazada con las críticas más agrias que se puedan imaginar. Esta obra, de compleja y tenaz gestación, pretendía acercar el milenario y clásico arte de la escultura hasta los umbrales de la modernidad. Las críticas y el rechazo recibidos por este monumento supusieron el cierre simbólico del ciclo de la estatuaria pública, aunque la inercia haya seguido colocando en las calles y plazas efigies de políticos bronceados y petrificados, a pie o a caballo. Con el rechazo de esta obra se puso de manifiesto no sólo la crisis de la lógica del monumento urbano sino también la propia escultura como categoría artística, pasando la estatuaria casi a desaparecer a principios del siglo XX al ser arrollada por los innovadores aires de las vanguardias.
Algunos escasos trabajos son paradigmáticos de lo que debería ser una obra que dialoga con el espacio urbano. El monigote paticorto, el objeto absurdamente agigantado y el bodrio irreferencial son lo más recurrente
Los nuevos escultores vanguardistas abandonaron la masa y el volumen, la piedra y el bronce para flirtear con los temas, formas y pequeños tamaños de la pintura, experimentando con materiales novedosos y poniendo la mirada en el mercado privado del arte que se genera en torno a las galerías. Por su parte, la ciudad de la modernidad, inspirada en los principios higienistas y funcionales que se plasmarán en la Carta de Atenas (1933), rechaza la estatuaria y los efectos decorativos, abogando por una arquitectura desornamentada.
Cuando la insatisfacción existencial se apoderó de los ciudadanos apilados en los nuevos barrios periféricos que invaden los extrarradios de las urbes y cuando el centro histórico de las viejas ciudades ha sido usurpado por los automóviles y la publicidad, algunos ayuntamientos intentaron recurrir a los artistas para mejorar la imagen urbana, encargando fuentes, estatuas y elementos alegóricos. Pero para entonces, el tiempo que había transcurrido desde el rechazo de la obra de Rodin era ya muy largo y no había pasado en balde. Para entonces se había perdido el oficio de crear monumentos públicos y los artistas formados en la vanguardia no dominaban aquellas cualidades, como el tamaño, la escala, la ubicuidad y la buena presencia, que permitieron a las esculturas del pasado ser monumentales.
Por el contrario, la mayoría de las esculturas para espacios públicos surgidas después de la Segunda Guerra Mundial parecen lamentables y no terminan de satisfacer ni a los comitentes ni a los ciudadanos. Son fantasmas inexpresivos, carentes de significados y emotividad, de presencia visual y de materialidad física, de buena forma, que ocupan espacios inoportunos de manera inadecuada. Por eso los escultores más sensatos huyeron entonces de los encargos públicos ya que éstos aparecían, además, lastrados con el estigma del favoritismo político. Así las cosas, en los años setenta del pasado siglo, comienza a crearse un estado de concienciación sobre el problema del arte público. Artistas del pop art, como Claes Oldenburg, hacen con su obra burla expresa de lo monumental al agigantar elementos banales relacionados con la comida o el sexo; por su parte, Richard Serra comienza a realizar obras de grandes dimensiones para lugares específicos que dialogan con el entorno en el que se ubican; otros, como Daniel Buren, pretenden la gran escala urbana ocupando con su trabajo el espacio público; mientras tanto, hay artistas que intentan recuperar los significados a través de la conmemoración, como hace Maya Lin; también los hay que reclaman la funcionalidad para la escultura, descendiendo a diseñar bancos, marquesinas, escaleras, miradores y otros elementos urbanos y, como Siah Armajani, teorizan sobre lo público como valor democrático, y, por último, hay artistas que directamente toman la calle como marco de acciones efímeras, festivas o reivindicativas.
Desde los años setenta, miles de encargos públicos han permitido desarrollar un extenso arco de posibilidades, desde las obras creadas para resolver problemas específicos en lugares concretos de la ciudad hasta las que se pueden ubicar en cualquier lugar, ya que han sido creadas autónomamente, o aquellas que, carentes de forma o propósito, parecen desplomarse tanto literal como simbólicamente. Algunos escasos trabajos son paradigmáticos de lo que debería ser una obra que dialoga con el espacio urbano, lo sirve y lo mejora, ayudando a valorar sus posibilidades, tomemos como muestra Ma'alot, de Dany Karavan, que configura el espacio entre el Museo Ludwig, la catedral y el río Rin, en Colonia; o la plaza del Tenis, con El Peine de los Vientos, de Luis Peña Ganchegui y Eduardo Chillida, en San Sebastián, donde el plano horizontal de la plaza, con sus gradas y terrazas de pautado granito, se pliega al terreno dialogando con la roca descarnada y las gigantes olas del mar.
Pero obras como éstas son la excepción. El monigote paticorto, el objeto absurdamente agigantado, la figura kitsch y el bodrio irreferencial son los elementos más recurrentes. Para acumular experiencia y superar esta situación han surgido iniciativas como la exposición Skulptur Projekte in Münster, en 1977, que invita cada diez años a escultores de diferentes tendencias a reflexionar sobre el espacio público en la hermosa ciudad alemana de Münster, ubicando en ella una obra de cada uno de forma temporal, ahora en su cuarta convocatoria sigue siendo un referente mundial, de la misma manera que lo fue el programa de monumentalización de la periferia de Barcelona, impulsado por Oriol Bohigas, que permitió a diferentes artistas crear piezas de gran tamaño en lugares públicos mejorando así su imagen y resolviendo algunos problemas urbanos, como sucede con una obra ejemplar: la mediana de la avenida de Río de Janeiro, del escultor Roqué con los arquitectos Paloma Bardají y Carles Teixidó. Esta obra, de 306 metros de longitud, es un muro de entibación que hace de mediana en dicha avenida, ese muro, con sus rampas y escaleras, ha sido tratado con formas, volúmenes, materiales y texturas como si se tratara de una enorme escultura.
Otras ciudades, como Santo Tirso, en Portugal, realizan simposios internacionales de escultores, por medio de los cuales se dotan de obras de carácter permanente para sus parques, mientras que en Porto Alegre do Sul, Brasil, se reúne este verano un grupo de expertos para analizar la situación del arte público. A través de encuentros, reuniones, cursos y simposios se avanza en el conocimiento de este difícil tema. Así, algunas piezas, como los inmensos arcos de la avenida de la Ilustración de Madrid, obra de Andreu Alfaro, han sabido recuperar la escala monumental y convertirse en un hito visual en un barrio que carece de carácter, dotando al enclave, formado por grandes vías rápidas, de una seña de identidad. Otras, como la fuente apodada La pantera rosa, en Valencia, obra de Miquel Navarro, renueva la tradición de la conmemoración de los fontanones con los que se celebraban las traídas de agua a la ciudad. Pero, por lo general, la mayoría de las ciudades españolas carecen de un programa monumental, de unos criterios de estética urbana y, sobre todo, sus ediles demuestran la falta de sensibilidad artística y sentido común. Los despropósitos en España son de tal calibre que nos permitirían establecer una lista de las capitales de la ignominia, en la que Oviedo, Valladolid y Madrid coparían los primeros puestos.
La ciudadanía, que parece indiferente ante los continuados atropellos de los gestores municipales, se ha movilizado en diferentes ocasiones frente a la cacharrería municipal, recuérdense las manifestaciones callejeras, organizadas por el Club de Debates Urbanos, contra los chirimbolos y contra La violetera en Madrid, lo que ha conducido a solicitar, en diferentes momentos, una moratoria contra la escultura pública.
Publicado en el periódico El país de España :
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