Hemos vivido un largo romance con la piedra. Parecería difícil encontrar en el mundo un material más expresivo. Hacha y cuchillo, columna y libro, morada del silencio final y escala de los ángeles, la piedra parece concebida para ser una letra central de nuestro nombre, símbolo de nuestras posibilidades y extraño objeto de nuestros desvelos. Todo en la historia alude a ella: el altar primitivo con sus hilos de púrpura, el escollo del camino, el soporte del templo, y hasta ese lecho final al que la canción popular nombra casi con ira diciendo: «de piedra ha de ser la cama / de piedra la cabecera». Piedra las tablas de la ley y piedra el lenguaje de los lapidadores; piedra la metáfora de la locura y piedra la metáfora de la transubstanciación, como si sólo fuera verdadero lo que la nombra, como si sólo fuera irrefutable lo que la invoca. Cristo dijo que las piedras gritarían, Mahomet puso a sus pastores a venerar una piedra venida del cielo, desde la piedra mira Buda en las cuatro direcciones, haciendo con sus manos los cuatro gestos simbólicos de la meditación, de la iluminación, de la predicación y del Nirvana. «Yo, que soy montañés, sé lo que vale / la amistad de la piedra para el alma», escribió Leopoldo Lugones. Al final de su obra, Rimbaud nos dejó aquella confesión: «Si j’ai du gout, ce n’est guere / que pour la terre et les pierres». Hablando de la tumba, Borges dijo: «Sólo esa piedra quiero…». Y Rubén Darío resumió su filosofía diciendo: «Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura porque esa ya no siente». Todo esto sólo para afirmar que la piedra no es un objeto más, sino acaso el más privilegiado y simbólico de los elementos del mundo, pues ni el agua ni el aire ni la tierra ni el fuego han merecido ser utilizados así por el arte; la piedra concentra para nuestro sueño las virtudes y los misterios de lo material, y las artes humanas, escultura, arquitectura, pintura, poesía, son un frecuente asedio a sus enigmas. No pretendo decir que la obra de Hugo Zapata se limita a ese asedio, porque muchos otros materiales despiertan su juego creador: pero la piedra está en el centro de su obra, y lo estaba ya cuando apenas era un juego de pliegues y texturas en su obra gráfica temprana. A mí me sorprende encontrar en los mantos de piedra que Zapata extrae y secciona para armar sus obras todas esas misteriosas texturas, tensiones y acumulaciones que había en sus Ritos y Rituales, en sus Estelas, en las serigrafías de sus primeros tiempos. Y tal vez sólo en algunos de sus grandes proyectos espaciales renuncia a la piedra como primer inspirador y proveedor de sentido. De resto, es la piedra su vocación y su destino, y a ello se debe sin duda la singular sensación de intemporalidad que su obra nos brinda. Su voluntaria evasión de los laberintos de la historia para ser, como las montañas, los ríos o las estrellas, contemporánea de todas las edades. Sería vano buscar un mensaje de actualidad o la alusión a un drama histórico en estas creaciones. Zapata es un acariciador de la piedra, un enamorado de su maciza realidad. Y la suya es menos una labor racional que sensorial, un ejercicio del tacto, de la mirada y de la imaginación. «Una cosa es infinitas cosas», dijo el poeta, y las piedras de Zapata son soles y lunas y planetas sin nombre, son estanques y flores, son estratos de la orografía y altas antorchas para iluminar otros confines del mundo. Sus piedras quieren ser arpas del viento, metrópolis fantásticas, lechos de ríos que se fueron hace millones de años y a veces parecen hechas (para usar el verso poderoso de un poeta nuestro) con «las cenizas de mundos ya juzgados». Estar en su presencia casi nos hace sentirnos absueltos de nuestra propia temporalidad. Olvidamos a César y a Napoleón, al Führer y a los dictadores tropicales; olvidamos las guerras de religión, las monstruosas cruzadas, el angustioso llanto de los niños escondidos en los arrozales y las desdichas lucrativas de los noticieros, y miramos un mundo anterior y posterior a nuestras conflagraciones y deflagraciones. Y es importante decir «anterior» porque hay obras, como los estremecedores archivos cósmicos de Anselm Kiefer, que parecen aludir solamente al futuro, cuando ya no haya vida sino apenas memoria melancólica de la vida que fue; no ciudades sino puertas sin nadie que se abren a los reinos de Nuncamás; no lectores, sino infinitos libros de metal herrumbrado donde ya ni siquiera leen los ángeles.
Piedra que asciende, piedra que acaricia, piedra que piensa, piedra de la agilidad, de la levedad y de la iluminación, la obra de Zapata también nos asoma a un mundo donde lo humano parece ausente, pero no porque se haya ido, porque haya desaparecido, sino porque nos crea la ilusión de que no ha llegado todavía. Su intemporalidad, así como fácilmente nos remite al futuro, a las «máquinas para rezar» de los Heeches en la saga de Frederick Pohl; a los monolitos fantásticos de la ciencia ficción; a las ciudades ajedrezadas de Bradbury y a sus objetos mágicos perdidos en la arena, también nos hace soñar con una aurora posible donde ya existe el orden de los elementos, donde ya la piedra sabe sugerir formas y simbolizar mundos, donde ya el agua sabe pulir y corroer, reflejar abismos y estrellas, pero todavía no ha ingresado en el mundo el más curioso de los seres, el que está cargado de intencionalidad, el que todo lo modifica y lo subordina a una idea. El artista pertenece contra su voluntad a esa especie que altera y deforma, pero casi consigue hacernos olvidar que él estuvo allí. La lisura de sus Mandalas, de sus Amantes, de sus Ojos de agua, pacientemente pulidos, produce la ilusión de que nadie los ha tocado jamás. Que la lutita es tersa desde siempre por su propia inspiración de piedra, que el ojo de agua se abrió en el bloque oscuro como un milagro, que esa piedra suave que invita a la caricia y que se regodea en su inquietante sensualidad no es fruto del trabajo ni del pensamiento. Y así el artista intenta y casi logra su propia desaparición, que es lo más difícil del arte. Por lo general se necesitan siglos para que Homero ya no exista, y sin embargo la vasta sombra ciega sigue perfilándose sobre el horizonte de las naves y de los combatientes. Como esos autores de unas sagas de fervor y de piedra que no legaron a nadie el nombre ni el perfil de su artífice, Zapata parece intentar que celebremos la piedra, no al tallador; que veamos en las capas de piedra que se abren en una zanja tortuosa un mapa impersonal, un árido cauce antiquísimo, como si la obra fuera un millón de años anterior al artista, y éste sólo la hubiera discretamente señalado; la hubiera apartado como a una niña de basalto; la hubiera iluminado como a un estanque en la noche; como si la suya fuera solamente la labor de un vigía, el índice de un pensamiento que señala esplendores en la selva del mundo, y que se aparta para que digamos: «¡Qué extraños dioses conversan en estos jardines!».
Recuerdo un día que visitamos su taller, una suerte de jardín oriental, en El Retiro, sembrado de piedras que esperan con paciencia de piedra el momento de redimirse de su condición de objetos indiferenciados, y acceder a la vida del arte. Entre la masa, notable pero informe, de las piedras de Dios, se erguían las piedras de Zapata, concentradas, rituales, incorporadas ya a su ceremonia sin tiempo. Y entonces él nos reveló que en los primeros días de vivir en aquel paraje, aunque se iba a dormir cada noche dejando en orden sus materiales y sus instrumentos, todo amanecía disperso y confundido. Finalmente, un día encontró la correa de la máquina de sajar la piedra separada del cuerpo de la máquina, aunque para hacer eso habría sido indispensable desarmar completamente el equipo. Y creo que fueron los campesinos de la región quienes le explicaron que era necesario hablar con los elementales, que eran sin duda los que estaban provocando aquel desorden. Así que el artista durante varios días conversó con las plantas del bosque, con las aguas del arroyo, con el viento y, por supuesto, con las diseminadas piedras del taller, y estableció la alianza.
Pero yo diría que todo trabajo de Hugo Zapata es un diálogo con los elementales. Las piedras que vuelve preciosas con su tacto, con las que arma lunas y espejos, lagos y cordilleras, postes rituales y flores con el cáliz lleno de ocre o rojo polen, son fruto de un diálogo en el que el artista, antes que imponer nada, escucha la voz inconfundible de los elementos. Y la intemporalidad de las obras, y la aparente, no ausencia… pero sí impresencia de su artífice, se deben tal vez a que no es él quien tercamente ordena qué objeto ha de salir de la piedra y de los elementos, sino que son ellos los que le susurran qué formas poderosas contienen, en qué aspiran a convertirse por su mediación. Frente a tantos seres que siempre les imponen su voluntad a las cosas, que caminan en mandato y en monólogo, Zapata es de los que saben dialogar con la piedra, y no sólo la escucha sino que comprende su idioma. Una larga legión de escultores admirados y admirables buscó siempre a los humanos que estaban escondidos en la piedra, y los sacó a la luz. Hugo Zapata busca la piedra que hay en la piedra, el infinito de plegaria y de sueño que duerme en sus repliegues.
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