¿Alta cultura o cultura de masas?
Conversación entre Mario Vargas Llosa y Gilles Lipovetsky
El pasado mes de abril, Vargas Llosa honró su talante liberal al dialogar sobre su más reciente libro con el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, con quien mantiene una lúcida discusión sobre la alta cultura frente a la cultura de masas. Bajo los auspicios del Instituto Cervantes y la moderación de su directora de Cultura, Montserrat Iglesias, presentamos una edición de este encuentro.
Podemos tener una visión estrictamente negativa, que no es totalmente la suya, de esta civilización del espectáculo y en general de la sociedad de consumo. Sin embargo, durante los años en los que he estudiado a la sociedad contemporánea he intentado demostrar el potencial positivo, a pesar de todo, que representa. Si tomamos el modelo tradicional de la cultura, la parte negativa es mayor, sí, es innegable. Pero la vida no solo es cultura. La vida es también la política –para nosotros, la democracia–, son las relaciones con los demás, la relación consigo mismo, con el cuerpo, la relación con el placer y con muchos otros elementos. En este plano podemos decir que la sociedad del espectáculo, la sociedad de consumo, que por un lado ha masificado los comportamientos, ha dado un mayor grado de autonomía a los individuos. ¿Por qué? Porque ha hecho que caigan los megadiscursos, las grandes ideologías políticas que marcaban a los individuos, que los ponían dentro de un régimen estanco, y los ha sustituido con el tiempo libre, con el hedonismo cultural. Las personas, en general, ya no quieren seguir a las grandes autoridades: quieren vivir felices, quieren buscar la felicidad con los medios que tengan, aunque, añadiría, no siempre lo consiguen. De cualquier manera, la sociedad de consumo, por medio del hedonismo, ha multiplicado los modelos de vida y las referencias. La televisión, por ejemplo, que ha representado una suerte de tumba de la alta cultura, ha nutrido de referencias a la gente, ha abierto los horizontes: permite a los individuos comparar. En este plano, la revolución de los modos de vida de la sociedad del espectáculo ha permitido la autonomización de los individuos, creando una especie de sociedad a la carta donde estos construyen sus modos de vida.
Creo que es un aspecto importante, porque las sociedades donde domina el espectáculo son, en general, sociedades consensuadas sobre el pacto democrático. Ya no hay luchas sociales que acaban en baños sangrientos y se ha rechazado en todos estos lugares la figura del dictador. En ese sentido creo que la sociedad del espectáculo ha permitido a las democracias vivir de una manera menos trágica, menos esquizofrénica que antes. Eso nos ha liberado en cierto modo de las dos vertientes fundamentales, o los dos grandes vicios de la edad moderna: la revolución y el nacionalismo. Donde triunfa la sociedad del espectáculo existen los nacionalismos, pero no son sangrientos, y la revolución –la gran epopeya, la gran esperanza revolucionaria escatológica que anunciaba, por ejemplo, el marxismo– ya no tiene muchos fieles ni mucha credibilidad. Recordar lo que los nacionalismos y las revoluciones significaron para el siglo XX nos permite evitar las lecturas apocalípticas de la sociedad del espectáculo, aunque sigamos siendo críticos con ella.
Mario Vargas Llosa: Esos son los aspectos positivos de lo que podríamos llamar la civilización del espectáculo, con los que coincido en general. Ahora, veamos algunos negativos. La desaparición o el desplome de la alta cultura ha significado también el triunfo de una gran confusión. Con la alta cultura se han desplomado ciertos valores estéticos sobre los que no existe ya un canon o un orden de prelación, unas ciertas jerarquías que la vieja cultura había establecido y que eran más o menos respetadas. Eso hoy prácticamente no existe. Por una parte se puede decir que es extraordinario porque significa que en la actualidad tenemos en el campo de la cultura una libertad infinita. Pero dentro de esa libertad también podemos ser víctimas de los peores embaucos. Y concretamente en algunos de los campos de la cultura es hoy una realidad que verificamos cada día. Quizá el más dramático sea el de las artes plásticas. La libertad que las artes plásticas han adquirido consiste en que todo puede ser arte y nada lo es. Que todo arte puede ser bello o feo, pero no hay manera de saberlo; no tenemos el canon que antes existía y que nos permitía diferenciar lo excelente de lo regular y de lo execrable: hoy todo puede ser excelente o execrable. Al gusto del cliente. En el mundo del arte la confusión ha alcanzado unos extremos que llegan a ser cómicos y risibles. El gran talento y el pícaro se confunden porque ambos son víctimas de mecanismos, el de la publicidad, por ejemplo, que en última instancia tiene la palabra final. Es verdad que en otros campos la confusión no ha llegado a estos extremos, pero de alguna manera se ha infiltrado y existe también un enorme desconcierto.
Si la cultura es puramente entretenimiento, no importa nada. Si se trata de divertirse, un embaucador puede divertirme más que una persona profundamente auténtica, sin duda. Pero si la cultura significa mucho más, entonces sí es preocupante. Y yo creo que la cultura significa mucho más; y no solamente por el placer que produce leer una gran obra literaria o ver una gran ópera o escuchar una hermosa sinfonía, o ver un espectáculo exquisito de ballet, sino porque el tipo de sensibilidad, el tipo de imaginación, el tipo de apetitos y deseos que la alta cultura, el gran arte, producen en un individuo lo arman y equipan para vivir mejor: para ser mucho más consciente de la problemática en la que está inmerso, para ser mucho más lúcido respecto a lo que anda bien y a lo que anda mal en el mundo en el que vive. Y también porque esa sensibilidad así formada le permite defenderse mejor contra la adversidad y gozar más, o en todo caso sufrir menos.