En 1947, cuando Rómulo Gallegos era presidente de Venezuela, varios agricultores andinos fueron enviados a Japón para que hicieran un curso de hidroponia. El escritor Ednodio Quintero dijo a Nalgas y Libros que su padre era uno de esos: “Se fue con mi madre cuando tenían dos años de casados y aún no habían tenidos hijos. Al llegar, mi papá preñó a una japonesa, y esperaron que el niño naciera y se lo atribuyeron a mi madre. ¿Qué pasó? Cayó Gallegos y mi padre no era un tipo de quedarse en el exilio. No tenía dinero. Sencillamente le cortaron su beca y, bueno, agarró a su bebé de dos meses, a su esposa, se vino a Venezuela y lo registró como nacido en Las Mesitas”.
Claro que la historia es completamente falsa, pero a Ednodio Quintero le sirve para explicar por qué le gustan tanto la cultura y la literatura japonesa. De todas formas, como buen cuentista, él insiste en terminarla: “Finalmente, como en las telenovelas, cuando mi padre muere, yo consigo un paquete de cartas en un baúl y comienza a aparecer la palabra Japón. Por eso fui a interrogar a mi madre y ella empezó a llorar: ‘Hijo mío, yo no soy tu madre’”.
Lo curioso del asunto es que el gran escritor vasco Bernardo Atxaga tomó esa historia como real y una vez, en la Feria del Libro de Guadalajara, hizo que Quintero la repitiera… “Creo que hasta escribió una crónica: ‘Mi amigo venezolano que nació en Tokio’, o algo así”.
Lo real de todo ese encanto por lo japonés partió del cine, del cine y de la literatura, claro. Primero remakes norteamericanos de películas japonesas, luego las películas originales, y más tarde los relatos de donde habían salido aquellas historias desconcertantes.
Ednodio Quintero nació en Las Mesitas, Trujillo, en 1947. Sus cuentos –geométricos, preciosos y sorprendentes- son una auténtica revelación vital para quien escudriña la lengua castellana, pero sus historias en general cumplen -sin miedo a la grandeza- con la doble tarea de descifrar lo cotidiano para ponerlo ante lo infinito y darle al lector la dicha de acudir a una perplejidad casi total.
Hace mucho tiempo -antes de las reflexiones, de los cuentos, de los libros y de los premios- Quintero era un niño que leía: “Yo le pregunté a mi mamá, ¿Quién me enseñó a leer? ¿Mi papá tuvo paciencia siendo un señor que podía ser mi abuelo? Y mi mamá me dijo: ‘No, no, usted sabía ya leer. Un día agarró un libro y empezó a leer’. Yo no le creo eso a mi madre, pero bueno… La literatura llegó primero por los cómics, yo tenía muchos cómics. El que lee no escribe. Hay escritores que no leen, pero cuando escriben, lo hacen muy mal. Se aprende a escribir como se aprende a hablar: imitando a los demás. Comienzas, por ejemplo, a repetir lo que te dice tu mamá”.
Una botella de vino trocó la entrevista en conversación de amigos. Se habló de literatura, y en algún momento Ednodio, ya no Quintero, sino Ednodio, siguió con el relato que lo explica a sí mismo como escritor.
“Luego me fui a estudiar bachillerato a los 13 años a Barinas, en casa de un primo mío, sacerdote, brillante, que había estado cuatro años en Europa, que había estudiado en la Sorbona y Derecho Canónico en Roma. Hablaba alemán, inglés, francés, italiano… Él estaba en Barinas y era una especie de líder. Daba clases en el liceo y tal… y bueno, llegué a su casa. Además él le debía muchos favores a mi padre, porque había quedado huérfano y mi papá lo ayudó cuando estudiaba. ¿Por dónde iba? Ah, ya. Entonces no, bueno: mi primo tenía una biblioteca”.
Nos reímos porque todos los caminos comienzan en una biblioteca aunque no conduzcan necesariamente a Roma. Quienes hacíamos la entrevista ya no estábamos sentados allí hablando con nadie, sino flotando como fantasmas sobre los precisos recuerdos de un escritor. Sentimos el estímulo intelectual de aquel primo y de sus libros, sentimos la alegría de ver al niño conocer a Rómulo Gallegos durante un mitin en Barinas, sentimos el dolor del adolescente que fue enviado al campo como castigo por malas calificaciones. Sentimos su soledad.
“Yo casi lloraba. A mí lo que me gustaba era estudiar y ahora estaba en el campo con mi padre, un hombre arruinado que estaba deprimido, aunque deprimido no es la palabra porque él nunca se deprimió. Pero sí era un ambiente muy solo. Lo único que había que hacer allá era ordeñar una vaca cada mañana”.
Nosotros seguíamos flotando como fantasmas y sintiendo la tristeza de aquel adolescente ávido de lecturas. Pero la voz del escritor que narraba nos invitó a levantar la mirada: allá, en un caserío a tres kilómetros de la casa en la que vivía Ednodio con su padre, había una biblioteca que brillaba dentro de una casa.
“…Una biblioteca de más de tres mil libros. Era de un padrino mío, un personaje rarísimo del que decían que estaba medio loco, pero estar medio loco en aquel ambiente era tener una biblioteca: eso era como algo insólito. Él me recomendaba los libros, yo me subía en una escalera para bajarlos y me iba al campo a caballo con seis o siete para pasar la semana leyendo”.
Seguimos flotando sobre su adolescencia. Ahora Ednodio lee a Faulkner y no lo entiende. Luego podría, pero aún faltaban muchos días para eso. Sigue leyendo y lo demora un ruso: Vladímir Dudíntsev, su primera novela, “No solo de pan vive el hombre”. Le gusta porque habla de la pobreza. Parece que encontró una dignidad oculta. Él y su padre también son pobres y deben comer muchas papas, como los rusos. Ednodio entra en la novela comiendo papas con la misma receta de aquella gente: con sal y sobre una brasa.
Volvimos al presente para servirnos vino y recordamos la historia de “Valdemar Lunes, el inmortal” que también viajó en el tiempo. De pronto el narrador dejó de ser una voz y aprovechamos el regreso a la materia para preguntarle por sus cuentos. Responde que es un ex cuentista porque hace tiempo no ejecuta el género.
“…El género cuento, tal y como lo concibió Edgar Allan Poe, y como lo concibo yo. Es como un juguete, que lo armas y lo desarmas, y ya sabes cómo es. Por eso dejé de escribir cuentos”.
La idea nos desconcierta un poco y cambiamos de dirección sin darnos cuenta para que nos hablara de sus influencias: “Hay un cuento de Cortázar que a mí me impactó muchísimo, ‘La noche boca arriba’, y yo siempre quise escribirlo. Nunca me salió ‘La noche boca arriba’, pero me salieron cuentos buenos”.
Confesó que en algún momento fue “cortazariano”, un auténtico militante de su literatura. Incluso lo conoció: “Tengo una carta suya, lo entrevisté. Escribí un prólogo para una edición de Monteávila por los 30 años de Rayuela”. Sin embargo, “luego me pasó (con Cortázar) como con Hesse, que si no lo lees de joven, no te dice nada”.
Le mencionamos a Borges y evitó compararlo con Cortázar, fundamentalmente, porque, a su juicio, “Borges es superior a todos. Y lo sigo leyendo con el mismo placer de antes, porque, cónchale, lograr en un idioma tan pobre como el español, comparado con el inglés, esa fluidez… hay que echarle”.
Lo interrumpimos a ver si habíamos escuchado bien. ¿Es más rico el inglés que el español? “Claro. El inglés es más rico: por el léxico, por la capacidad que otorga para construir nuevas palabras. El español es más rígido, pero eso no quiere decir que sea pobre.
La afirmación nos asombra y asomamos el tema del ego. Él escucha la palabra y la desestima. Confiesa que hace tiempo se liberó de ella, pero repara en una cosa mucho peor: la modestia.
“La modestia es una tontería. “Una vez alguien me dijo que había descubierto a un escritor austríaco, Thomas Bernhard, y me empezó a contar que era buenísimo. Yo le dije que ya lo había leído y me pregunto cuál libro. Contesté: los 24 libros que han traducido al español. Esa persona habrá pensado que yo estaba haciendo circo, pero ahí estaban los 24 libros, subrayados algunos. Es que uno no puede andar por ahí diciendo: yo soy poca cosa, soy tímido… Hay que dejar que sean los demás quienes hablen mal de ti, que bastante bien saben hacerlo”.
Ernesto Pérez Súñiga dijo en una presentación que Ednodio Quintero es uno de los grandes escritores de la lengua. A nuestro entrevistado no le molesta, e incluso añade: “Él sigue pensando así. Bueno, y yo no quiero desmentirlo”.
Habíamos vuelto al presente por un poco de vino y ya casi nos terminábamos la botella. Un último poquito para cada copa. Era tiempo de volver a flotar.
Un hombre abrazaba árboles. Era Ednodio que se acaba de graduar de ingeniero forestal. “Durante un postgrado estuve una vez en una selva tres meses sin salir. Fue la única vez que me dejé barba. Tuve la experiencia de estar en una hamaca y saber que andaba rondando un jaguar por ahí cerca. Pude escuchar su ruido, y eso es impagable”.
Su trabajo como ingeniero forestal le permitió estar en las selvas de Surinam, y en bosques franceses y africanos. “Todo lo que tú haces en la vida te sirve para algo”, sentenció mientras lo veíamos más joven abrazando árboles para medirles lo que se conoce como la altura de pecho.
También lo vimos trabajando en Costa de Marfil, pero su cerebro, inconscientemente, ideaba mientras tanto una parte en África para “La danza del jaguar”.
Se acabó el vino y el retorno al presente se hizo irremediable. Ni Japón estaba para cursos de Hidroponia en 1947, ni nosotros para otra botella en 2013.
Luego de muchos libros, y casi despidiéndonos, tuvimos que hablar de nalgas femeninas. Esa era la auténtica obsesión que nos había unido en forma de literatura. A Ednodio Quintero, ateo desde los ocho años, no le quedó otro remedio que confesar que “la belleza femenina prueba la existencia de Dios”.
Caracas, mayo de 2013Anita / Néstor Luis GonzálezFotos: Edisson Villegas
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